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Este empresario recibió el galardón vida y obra en la edición 31 de los Premios Portafolio.

Lo conocen como Natán y siempre ha sido Natán. Así comienza la historia del hombre que este miércoles 19 de noviembre, recibió el galardón Vida y Obra en la edición número 31 de los Premios Portafolio, un reconocimiento que, más que cerrar un ciclo, confirma la dimensión de una trayectoria hecha de persistencia, propósito y una intuición casi visceral por construir empresa.
Nacido en Bogotá en 1959, el menor de los baby boomers, creció en el barrio La Soledad, entre calles que eran cancha y vecinos que eran equipo. No fue el niño de los juguetes caros ni de los regalos abundantes, sino el que perseguía balones hasta que la luz se extinguía. Ese territorio de polvo, carros que reventaban pelotas y gaseosa con pan de yuca sería la primera escuela de libertad y sencillez que lo formó.
La vida familiar también le dejó una huella profunda; con el Shabat alrededor de la mesa, conversaciones de política y negocios entre sus hermanos mayores, y una educación marcada por los valores del judaísmo. Pesaj, el Año Nuevo y el Día del Perdón; llenaban la casa de música y recogimiento, enseñándole que “lo que Dios pide de mí es hacer el bien” y esa raíz ética lo acompañó siempre, incluso en los momentos de mayor incertidumbre empresarial.
A los once años perdió a su padre y conoció la orfandad como un golpe que reorganiza el mundo. Recuerda la soledad de la casa y la sensación de quedarse sin esa “institución” que era el papá. Desde entonces entendió la fragilidad, pero también la necesidad de cuidarse, mantenerse activo y no dejar de moverse; por lo que el deporte se convirtió en refugio y disciplina, primero en el fútbol y más tarde en el ciclismo, donde halló otra forma de competencia y constancia.
Entre la adolescencia y la juventud se consolidó como un muchacho rumbero de bailar, pero ajeno al trago. Era afectuoso, novelero, cercano a las niñas, y sobre todo, respetuoso de las diferencias. Convivía con amigos judíos y católicos con naturalidad, porque su mamá “fue muy abierta toda la vida”, y la tolerancia se volvió parte de su identidad. También fue trabajador desde temprano y vendía cosas en el colegio, montó una miniteca con amigos y se rebuscaba para tener algo propio sin pedir de más.
El gusto por la matemática y la física lo condujo a la ingeniería industrial, carrera que eligió a los 16 años y en la universidad fue responsable, preguntón, líder de proyectos deportivos y se ganó el apodo de “Petete”. Allí descubrió la seguridad en sí mismo e intervenir en clase, resolver problemas, hacer trabajos bien hechos le permitió reconocer sus habilidades y construir confianza para el camino que vendría, uno donde la industria tendría un rol central.
Luego de estudiar en Boston y Rochester, regresó al país y entró a la litografía familiar. Allí aprendió del trato con clientes, de la producción y del rigor que exigen los gremios. Una anécdota marcaría su visión, gracias a un error en un calendario de Pedro Domecq que lo llevó a repetir todo el trabajo; mientras que el cliente le dijo: “en camino largo, hay desquite”. Esa frase lo acompañó siempre como un recordatorio de que la persistencia sostiene los proyectos que valen la pena.
Sin embargo, nunca dejó de sentir que algo le faltaba. Pasó por la joyería del hermano, por la empresa de bisutería del tío y por la distribución de IBM y COMPAQ de sus otros hermanos, donde aprendió de ventas, de estructura y de mercados competitivos. Pero la sensación de vacío volvía una y otra vez y no quería vender productos ajenos, ni ejecutar estrategias que no nacieran de él. “Yo lo que quiero es tener mi propia marca y mi propio producto”, le dijo un día al broker que le ayudaba a buscar oportunidades.
Fue así que la oportunidad apareció en forma de fábrica agonizante. Bonreal, una empresa de manufactura de cuero en concordato, ubicada en el barrio Samper Mendoza. El lugar era una escena casi cinematográfica, con paredes gastadas, instalaciones eléctricas sueltas y una telaraña de cables en la zona de máquinas. Pero Natán vio potencial donde otros veían ruinas. Vio un oficio, un aparato productivo dormido y un mercado internacional en auge. Sus hermanos confiaron plenamente. “Natancito, vaya y vea qué consigue”, le dijeron, abriéndole la puerta al camino que transformaría su vida.
Negociaron con la junta concordataria un arriendo con opción de compra y entraron a la fábrica con la convicción de reconstruirla desde el fondo. Para empezar, Natán habló con los trabajadores y se quedaron 38, conscientes de que “el destino de la Compañía dependía en buena parte de su trabajo”; por lo que se aprendió sus nombres, escuchó sus historias, almorzó con ellos bajo una enramada improvisada; generando un vínculo humano que sería también piedra angular del futuro.
Para liberar la operación de las deudas anteriores, crearon una nueva razón social. ALSANA ya existía. NALSANA no sonaba bien. Así nació NALSANI, porque cambiar la última letra “sonaba italiano”. El 1 de diciembre de 1987 inició operaciones bajo la gerencia de Natán. Ese diciembre, la Navidad se volvió una escena fundacional con anchetas para cada trabajador, la mamá y la esposa presentes, y la tradición de celebrar juntos el esfuerzo compartido.
Un año después llegó el giro definitivo y en 1988 nació Totto, inspirado en la idea de crear una marca global, con sonido internacional y productos de lona pensados para durar. Totto se volvió morral de colegio, compañero de viajes, símbolo urbano y marca país. Creció en Colombia, se expandió a México, Centroamérica, Suramérica y luego al mundo, hasta estar presente en más de 57 países.
Esa expansión fue posible porque antes hubo un joven que entendió que los sueños requieren disciplina, intuición y una mirada profunda sobre la gente.
A su lado siempre estuvo Diana, su esposa desde 1985, a quien describe como su balance, su calma y su centro. Ha sido compañera de viajes, apoyo constante y fuerza convocante. Sus hijos: Natalie, Benny y Daniela; crecieron con la misma educación del esfuerzo, la humildad y el valor de las cosas bien hechas. Para Natán, la familia es el eje de la vida, y así lo expresa al señalar que cuando conoce a alguien, no pregunta por el trabajo sino por el esposo, la esposa y los hijos, porque “esa es la jerarquía de mis valores”.
Hoy, al recibir el Premio Vida y Obra, Yonatan Burztyn encarna la historia de un hombre que cambió una fábrica abandonada por un proyecto industrial que cruzó fronteras. Su legado es Totto, sí, pero también lo es la coherencia, la del niño que jugaba fútbol en la calle, la del joven que buscaba una marca propia y la del empresario que nunca dejó de creer en la gente. Una vida entera construida, como él aprendió desde pequeño, a punta de persistencia, trabajo y propósito.
Fuente: Portafolio.