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LAS EXPERIENCIAS Y EL FUTURO DE LOS CENTROS COMERCIALES

La parálisis de las afluencias físicas nos enfrentó a tres certezas que en conjunto y combinadas, a mi parecer, provocan una inédita tormenta perfecta. La primera, la constatación de la dimensión y el alcance del cambio cultural de un consumidor que llevaba décadas asimilando las posibilidades de la tecnología como instrumento de desintermediación y que no ha dudado en solventar sus necesidades, incluso en los asuntos más cotidianos, a golpe de click.

En segundo lugar, la certeza de que el consumidor activa su promiscuidad en la medida que una marca no resuelve sus necesidades inmediatas. Los recientes y variados estudios sobre el consumidor de la era Covid, publicados en prensa y medios especializados, revelan cómo este ha seleccionado en tiempo récord nuevas referencias de consumo y ha reordenado su jerarquía de marcas preferentes. 

 

 

Y la tercera, y tal vez la de mayor alcance estratégico, la confirmación de que existe un sesgo, en muchos casos insalvable, entre lo que esperan los retailers y lo que los centros comerciales están preparados (o dispuestos) a ofrecerles. 

Sobrepasado el ecuador del siglo pasado, el boom demográfico que sobrevino al traumático período de postguerra, en connivencia con el prominente desarrollo de la clase media y la consecuente expansión urbanística de las ciudades dio sentido a la más emblemática de las fórmulas enmarcadas en el retail moderno: los centros comerciales. El hipermercado, los cines, los restaurantes y la moda unido a la comodidad de parqueaderos inmensos y una siempre conveniente localización,  apuntalaban la fórmula ganadora de mezclar la conveniencia, el shopping y el esparcimiento familiar. 

 

Todo ello, unido a la inamovible meta suprema de generar visitas físicas, incentivó a los centros comerciales a desarrollar estrategias que les posicionan como el lugar ideal para vivir esos momentos de esparcimiento, ocio y disfrute familiar.

Por desgracia, mientras los centros comerciales se perdían en el horizonte por la autopista de las experiencias, sus inquilinos, los vendedores de productos físicos, empezaron un viaje de transformación en torno al impacto de internet y los emergentes hábitos digitales de consumidores que transformaban sectores enteros. 

 

Resulta asombroso que todos estos impactos en la forma y carácter de los mercados, en los retos y metas de los retailers, y en las expectativas y capacidades de los consumidores, no hayan provocado ni una sola variación reseñable en el modelo de negocio de los centros comerciales, ni en su propuesta de valor a clientes y arrendatarios, y en los instrumentos y mecánicas de acceso a su mix comercial y de servicios. 

Hubo renovación arquitectónica, los lagos y las fuentes luminosas, las pistas de esquí y las tirolinas gigantes, los grandes eventos familiares y conciertos de estrellas del momento, y mega pantallas. Inversiones multimillonarias para refrendar una hipotética adaptación del modelo a los nuevos tiempos. Parafernalia que sirvió de muy poco cuando la pandemia acalló el ruido de las atracciones y el centro comercial se vio totalmente desnudo y desarmado para defender su utilidad y valor frente a sus comercios. 

 

Las experiencias lifestyle entraron en el sector a finales del siglo XX como fórmula de distinción frente a la comoditización de los formatos tradicionales y del mix comercial. Aquel cliente primerizo, aspirante a la categoría de consumidor de clase media, llegado el fin de siglo y respaldado por la panacea del estado del bienestar, se había sofisticado y reclamaba su tiempo de ocio, relax y diversión. Todo encajaba.

Los centros comerciales requerían de anclas renovadas que les permitieran reforzar su estatus como captador de afluencias con el objetivo de seguir siendo relevantes para sus preciados inquilinos. 

 

 

Creo que los centros comerciales deben preservar y seguir potenciando su sentido experiencial y su rol como punto de encuentro físico, porque sin este dejarán de existir. Lo que intento decir es que ello no es más que una condición de base, insuficiente en un mundo de oferta desagregada y virtualmente accesible donde los intermediarios pierden sentido, y donde las marcas que hasta ahora remuneraba al centro por su conexión con los compradores se han apropiado de la interacción directa con estos. 

Si uno de los aprendizajes de esta pandemia ha sido que el consumidor no tendrá la diferencia de esperarnos, lo que aprenderemos en no mucho tiempo es que los retailers tampoco. 


Ya somos expertos en experiencias. Y es obvio que debemos potenciarlas. Igual que el centro debe estar limpio o debe tener ludoteca. Se da por hecho. Si no reinventamos nuestra capacidad para hacer competitivas a las tiendas en nuestras áreas de influencia lo demás serán castillos de arena.


Fuente: Bitácora económica de Fenalco.